El Tigre de Éter

Había pasado algún tiempo desde que la niña cruzó el segundo portal y recibió la flor del destino de manos de la Guardiana del Alba. Con cada encuentro, su mochila se llenaba no solo de flores, sino de símbolos, de fragmentos de sabiduría antigua y visiones del porvenir. Pero el tercer portal, aquel que se abría sólo al anochecer en la ciudad escondida, guardaba un secreto más salvaje.

La niña llegó a un callejón estrecho, donde las paredes respiraban con vida vegetal y los faroles emitían una luz cálida, casi líquida. Allí, esperándola con el rugido de un motor y el silencio de una bestia sagrada, estaba el Tigre de Éter.

No era un tigre real, ni un automóvil común. Era ambas cosas. Un vehículo cubierto de flores y lianas, con una figura felina esculpida en su carrocería: colmillos de piedra, mirada de obsidiana. En su capó florecían orquídeas negras y girasoles metálicos que seguían luces invisibles.

—¿Estás lista? —dijo una voz desde dentro del coche, grave como el trueno y suave como el musgo—. El siguiente jardín está más lejos. Pero también... mucho más cerca de ti.

Ella no dudó. Subió. Y el Tigre rugió, avanzando por las calles encantadas de una ciudad que nunca estaba en el mismo lugar. A su paso, los adoquines se convertían en pétalos, y los edificios respiraban esporas doradas.

Desde la ventanilla, la niña vio a la gente detenerse, mirar, recordar algo que creían olvidado: la posibilidad de un mundo fértil en medio del concreto. En la matrícula del vehículo solo se leía una palabra antigua:

"LLANERAPI".

Quizás era un lugar, o quizás un destino que cada corazón debía descifrar por sí mismo.

—Donde la flor florezca, el futuro también —susurró la niña.

Y el Tigre de Éter desapareció entre neblinas de lavanda, rumbo al siguiente portal.