“El Sol que Habla”

(Tercera parte de “La Jardinera de los Portales”)

Elia cruzó el portal.

Al principio, todo fue luz.

No una luz que doliera los ojos, sino una que acariciaba la piel como un recuerdo cálido. Cuando por fin pudo abrirlos, se encontró en una tierra que parecía salida de un sueño mitológico: cielos pintados con pinceladas de atardecer, campos llenos de flores imposibles, y un aire tan puro que cada aliento parecía una canción.

La esperaba una multitud. Personas de todas las edades y tiempos, vestidas con túnicas antiguas, rodeaban un claro donde los rayos del sol caían como columnas vivas. Nadie hablaba. Solo observaban el centro.

Y entonces, ella apareció.

Descalza, de andar majestuoso y rostro sereno, descendió como si los rayos del sol fueran su camino. Su túnica blanca ondeaba suavemente, como si el viento la obedeciera. No era la Jardinera, pero algo en su energía recordaba ese mismo poder… solo que más antiguo, más vasto.

Un halo brillante rodeaba su cabeza, irradiando no solo luz, sino conocimiento. Era como si el propio sol se hubiese hecho carne para guiar a Elia.

Te hemos estado esperando, hija de la semilla. —dijo la mujer, su voz multiplicada en los ecos del cielo.

Elia se acercó, y la mujer le sonrió.

Lo que sembraste en tu mundo no era solo vida. Era el eco de una memoria olvidada. Aquí, donde el tiempo no dicta leyes, crecerá lo que tu corazón recuerde.

La mujer extendió su mano. En su palma, la semilla que Elia había traído comenzaba a brillar con los colores del arcoíris. En ese instante, Elia comprendió: ella no era solo una portadora. Era la raíz.

Elia tomó la semilla y la plantó. Del suelo brotó un árbol de luz, cuyas ramas alcanzaban las estrellas y cuyas raíces temblaban a través de todos los mundos.

Así comenzó la restauración.

La mujer solar, guardiana del Equilibrio, desapareció en un destello… pero su huella quedó en cada flor, cada palabra, cada historia que Elia comenzaba a escribir en ese nuevo mundo.